La Fuga de Catedral
(Tomado del libro RELINCHO EN LA SANGRE escrito por Luis Enrique Mejía Godoy)
“…Sentir que es un
soplo la vida que veinte años son nada…” (Carlos Gardel)
Mi residencia en la Casa Cural de la Catedral de Managua
duró hasta fines de 1959, pues me escapé con mi hermana Armando, cuando el Cura se dio cuenta que tenía tres
meses de no ir a clases a la Escuela Americana de Comercio de Paco Martínez, donde
él me matriculó, después de haberme graduado de mecanógrafo a los once años de
edad, donde doña Julieta Matamoros de Morán. Monseñor quería a la fuerza, que
yo estudiara la carrera de Comercio, pero yo insistía a los trece años de edad,
en continuar mis estudios de secundaria, para después estudiar Medicina en la
Universidad de León. Yo sabía de todas maneras, que la música me andaba
endulzando la sangre desde que era un niño. Y de mis intenciones de ser médico,
solo quedarían las experiencias de las clases de Biología en la Universidad de Costa
Rica, abriendo sapos con un bisturí, o las curaciones y suturas, a borracho
apuñalados en bochinches de cantinas, en el hospital de Somoto, como ayudante
ocasional del Dr. Marcio Brenes, y las inyecciones que de vez en cuando pongo a
familiares y amigos. Alguien me dijo una vez, cuando en Costa Rica pasaba por
algunos problemas económicos: Por qué no
ponés un rótulo en la puerta de tu casa, como suele hacerse en Managua: “Se
hacen canciones sin anestesia y se ponen inyecciones con música…”
La fuga de la Catedral de Managua, en realidad nunca la
planeamos, pero las circunstancias nos obligaron a tomar esta importante
decisión con mi hermano Armando. En esos días, Monseñor ya sospechaba que nos
habíamos robado un candelabro de plata del altar de la Santa faz, aunque no
estaba seguro ni lo podía probar. Pero el día que nos escapamos y nos fuimos a
Somoto, ya no le quedó ninguna duda. Nos habíamos mandado a hacer unas esclavas
de plata donde Luis Méndez, que además de ser el intérprete del bolero Miryam, del famoso compositor nacional
Víctor M. Leiva, tenía una joyería en el costado sur del Mercado Central, muy
cerca del lugar donde una noche del 7 de Julio de 1958, en Justo Santos andaba
buscando algo para comer, un celador mató al compositor de La Mora Limpia de pura choña. Las esclavas de plata, las terminamos
empeñando en el Monte de Piedad, para el viaje a Somoto. Esa noche dormimos en
la casa de un amigo de mi tío, por donde el cura ya había pasado preguntando
por nosotros, arrecho y preocupado. Al día siguiente, muy de mañanita salimos a
Somoto, donde mi papá y mi mamá nos esperaban. No nos castigaron, pero
tampoco nos celebraron esa decisión,
tomada a los trece años de edad. Mi papá, sin embargo, con una sonrisita
cómplice, nos hizo un guiño de ojo y se puso a silbar la melodía Los Patinadores, lo cual era señal
inequívoca de estar de buen humor. El resto de ese año lo pasamos en El Espino,
en la guardarraya de la frontera con Honduras, donde mi papá trabajaba como
segundo al mando en las Oficinas de la Administración de Aduana que jefeaba el
Coronel Francisco LLánes. Entonces, para aprovechar el tiempo, me pusieron a
trabajar como mecanógrafo y ayudante (“Cachimber boy”) en las oficinas de la
Aduana. Allí cumplí mis catorce años, mientras Armando, un año menor que yo,
hacía un curso intensivo persiguiendo garrobos y conejos en los breñales de El
Espino, seguido de un chavalero, se bañaba en las pozas, donde descubrió su
amor por los petroglifos y el origen de los nombres de los ríos, los árboles y
los pájaros; en aquellos años en que se agarraban los guapotes y las mojarras
con la mano, antes de que apareciera la fatídica moda de pescar con clorato de
potasio, provocando una gran mortandad de peces recién nacidos, lo mismo que
sus nidos de huevos en Inalí, Tapacalí, Río Grande y en las pozas de Icalupe y
Cacaulí. Ese año también aprendí a tocar los bongoes y la guitarra, escuchando
los discos de Pérez Prado, y en las sesiones de tragos de mi papá y mi tío José
María González “Chemalín”.
En la Aduana de El Espino, supe lo que eran los favores
especiales, mejor conocidos como “mordidas”, cuando los viajantes pedían a los
empleados, a cambio de unos dólares, córdobas o lempiras, o simplemente un
paquete de cigarrillos extranjeros, adulterar el documento o hacerse de la
vista gordal comprobar que no correspondía el número del chasis del vehículo
con el dato de los papeles; y entonces entendí, por qué los aduaneros no
reclamaban horas extras… Después trabajé como oficinista y ayudante para hacer
pólizas en la Agencia Aduanera de Camilo
López Núñez, que administraba mi tío “Chemalín”. Y aprendí en ese oficio, que
no pagaba el mismo impuesto una llanta que un tanque de gas butano, una
guitarra salvadoreña, que una colcha guatemalteca, pero de todas maneras, esos
impuestos no los pagaban los familiares de los guardias ni los ministros del
gobierno, y los impuestos iban a parar al mismo lugar: la bolsa de los Somoza y
sus socios.
Mi tío Chema me enseñó los primeros acordes de guitarra y
los primeros recursos de armonía sencilla para bolerear, quizás por él fue que
preferí la guitarra a los bongoes. Me encantaba ver su forma de poner el dedo
pulgar encima del diapasón de la guitarra para tocar los bajos, como muchos
años después vi hacer eso mismo, al guitarrista de la orquesta Jazz Max Blanco,
a Mundo Guerrero en León; y en Costa Rica, al excelente guitarrista Solón
Sirias (“...y sus Tinaja Brass”). Me impresionaba la sensibilidad de mi tío
“Chemalín” para cantar las rancheras sin hacer alarde de falsetes de mariachi
trasnochado. Simplemente cantaba con el alma, y con un disfrute que pocas veces
he visto. Él me enseñó también a escuchar y apreciar los arreglos de las
grandes orquestas que oíamos en los programas de las emisoras hondureñas,
mismas que se oían con más claridad que las nicaragüenses en mi pequeña radio
portátil Zenith, sorteando ráfagas de estática. Oí ese aguacero de violines… - me decía sonriéndose - . Escuchá esos tres saxofones en esa
disonancia, y poné atención, -volvía a decirme, sobándose la cabeza del
gusto-, como se quejan en ese glisado… Ya
vas a ver que barbaridad, cuando aparecen los trombones y como le contestan las
trompetas con sordina, no jodás! Y ahora viene la batería… Realmente era
como escuchar por la radio Centauro a don Salvador Cardenal Argüello en sus Pequeñas Lecciones de música, de un
aficionado para otro aficionado…
Después de estar en El Espino desde mediados de 1959 hasta
Febrero de 1960, libre de la prisión de la Catedral y de la dictadura de
Monseñor Mejía, me matricularon interno en el Colegio La Salle de Diriamba,
otra prisión donde me rocé con lo más espeso de la clase media y alta de los
pueblos alejados del Pacífico, que mandaban a sus hijos a estudiar a los
internados de los colegios católicos, como que era a los Estados Unidos, y
llegaban los fines de semana a visitarlos en sus carros de lujo último modelo.
Mis padres con un gran sacrificio llegaban una vez al año, en taxi. Me pagaron
la matrícula con dinero prestado, y con la ayuda de mi tía Evelina de Somoto.
El Cura Mejía no quería verme ni pintado. Y cada mes yo recibía un semanario de
cinco pesos que tenía que estirar para mis gaseosas y mi repostería durante los
recreos, dinero que por supuesto no me ajustaba para los primeros cigarrillos
que ya fumaba y las cervezas y los tragos de Santa Cecilia que empezaba a tomar
a mis quince años, en las cantinas de Jinotepe y Diriamba. Mis padres hacía
milagros con el salario de oficinista que mi papá tenía en la Aduana, y con el
ingreso por la venta de los nacatamales (los más ricos del mundo), que hacía
todos los sábados mi mamá.
El 10 de noviembre de 1960, un nuevo levantamiento armado
contra la dinastía de los Somoza, se tomaba las ciudades de Jinotepe y Diriamba,
en un bochinche de “¡Viva la revolución!”, carreras desordenadas, alboroto de
campanas, pitos de carros y una lluvia de balazos a diestra y siniestra de
rifles 22, pistolitas caseras y una que otra ametralladora. Los aviones de la
FAN volaron rozando los techos de las casas, produciendo un reguero de plumas y
un escándalo de golondrinas, palomas de castilla y zanates de los aleros de las
casonas, los campanarios de las iglesias y los cipreses el pueblo. Los Somoza
enviaron inmediatamente a la Guardia Nacional a aplastar aquel nuevo intento de
insurrección. Lo yipones repletos de guardias armados hasta los dientes, y las
modernas tanquetas, salieron de Managua en una ruidosa caravana militar,
desbaratando la tranquilidad de las Quintas y destruyendo el pavimento de la
carretera sur, y llegaron hasta las dos pequeñas poblaciones al caer la noche,
cuando la neblina del 11 de noviembre empezaba a llenar los guindos de Casa
Colorada. Entonces los rebeldes, al amparo de la noche y la neblina, huyeron de
la ciudad, en retirada táctica por los cafetales que estaban prácticamente en
la frontera con los jardines y los campos deportivos del colegio La Salle. Los
revolucionarios llegaron al colegio como a las siete, cuando nos disponíamos a
irnos al dormitorio, después de cenar y de gozar del último recreo del día.
Traían amarrado como rehén, al Mayor Dorn, Comandante del cuartel de Diriamba.
Por primera vez yo miraba un guardia de prisionero y de cerca un fusil Garand en manos de alguien que no fuera
un guardia, y esto me hizo fantasear por algunos segundos, hasta que una
balacera quebró lo vidrios de las ventanas de nuestro dormitorio, y vi caer
vidrios hechos añicos, por las ráfagas de ametralladoras disparadas desde
afuera del colegio. En diciembre se cumpliría el primer aniversario de la
revolución cubana. Entonces vi los rostros del Che Guevara, Fidel y Camilo, en
los rostros de los estudiantes del cuarto y quinto año que ayudaron a los
rebeldes, les dieron agua, les obsequiaron
cigarrillos y curaron sus heridas. Vi al Negro Chamorro ( el mismo que un día,
desde una habitación del Hotel Intercontinental, audazmente disparó un
rocketazo al bunker de Somoza), con un pañuelo ensangrentado alrededor del
cuello, y a Herty Lewites, sofocado, subiendo y bajando las gradas del
dormitorio del internado, sin imaginarme que un día de 1978, Herty llegaría
hasta mi casa en Costa Rica, para invitarme a militar en la tendencia
Tercerista del FSLN y hacerme entrega del Plan de Gobierno Revolucionario del
FSLN. En esa noche de la toma del colegio por los alzados antisomocistas, los
Hermanos Cristianos tenían mucho miedo, los mismo religiosos que nos ponían
castigos físicos por pequeñas faltas, arrodillados y con los brazos en cruz,
ahora sudaban, pues eran amigos de los Somoza, y en el colegio estudiaban
muchos hijos de militares. A pesar de esto, la Guardia rodeó el edificio de La
Salle y disparó al segundo piso, donde estábamos los internos en los
dormitorios, aunque las balas no provocaron más que algunos vidrios rotos y
paredes descascaradas; y finalmente, una vez más, con la mediación de la
iglesia y el Cuerpo Diplomático, conservando como garantía a los hijos de los
militares, los revoltosos se entregaron envueltos en la bandera de Nicaragua,
para asilarse en alguna de las pocas embajadas latinoamericanas con gobiernos
democráticos.
Algunos tuvieron la suerte de conseguir asilo político en
países como Brasil, donde no solo mejoraron su técnica como miembros del equipo
de fútbol Diriangén de Diriamba, sino que aprendieron bailar Samba y a beber
Caipiriña. La Guardia se marchó victoriosa con sus tanques y yipones, no sin
antes prometerle a los Hermanos Cristianos repararle los vidrios y las paredes
descascaradas, patrolearle los campos deportivos, pintarle la capilla y
construirle un nuevo pabellón para los internos por cortesía de la familia Somoza.
Por fin, después de un día de cautiverio, salimos todos los
alumnos, y por último los hijos de los militares. Ese mismo 11 de noviembre se
celebran las fiestas de Somoto en conmemoración de la fundación del
Departamento de Madriz. Así que nos fuimos los somoteños que estábamos internos
en La Salle, a unas vacaciones que los Curas se vieron obligados a darnos, y
que olían al fin de un invierno copioso y a pólvora mojada. Con los compañeros internos
del colegio, originarios de Estelí, Pueblo Nuevo y de Ocotal, tomamos el mismo
bus, cuyo último destino era Somoto.
En esos días acostumbrábamos a escuchar a escondidas, en
algún rincón de la casona de Somoto, Radio Habana Cuba, desde el llamado “Primer
territorio libre de América”, después del triunfo de Fidel Castro y del
Movimiento 26 de Julio contra la dictadura de Fulgencio Batista. La marcha Sierra Maestra que cantaba el “Inquieto
Anacobero” Daniel Santos, sonaba en la única emisora del pueblo que cubría un
radio máximo de cuatro cuadras: Radio Norte, Popular y Complaciente, anunciaba
el locutor de turno, hijo del dueño de la Radio, Cónsul de Honduras en Somoto,
opositor al régimen de somocista y simpatizante de la revolución cubana, que
encendía el trasmisor todos los días a las ocho de la mañana, si no amanecía de
goma, y lo apagaba cuando se iba a jugar desmoche al garito.
Al llegar al pueblo, la gente nos recibió como si
nosotros hubiéramos sido los
protagonistas del levantamiento armado, ocasión que aprovechamos para narrar
nuestra propia versión de la historia, con su respectiva dosis de ficción. La
figura del Che y la música de Los Beatles era materia prima para el inevitable
desarrollo de la rebeldía de los jóvenes del mundo y especialmente de nuestro
continente. En Nicaragua en particular, sobre todo después del 23 de Julio de
1959, fecha en que fueron asesinados por la Guardia, cuatro estudiantes
universitarios en las calles de León. Pero también Julio es símbolo de alegría
en nuestro país. Y el 19 de Julio de 1979, Nicaragua se liberó del yugo
somocista y los nombres de los héroes
vibraron en las consignas de la revolución más joven de América Latina, veinte
años después que me fugué de la Catedral.
Yo ni siquiera soñaba con el oficio de cantar, mucho menos
me imaginaba, que algún día iba a subirme a una tarima para tocar la guitarra
en actos políticos del Partido Comunista de Costa Rica y del Frente Sandinista,
o en los grandes conciertos de Solidaridad, muchísimo menos, que iba a tener el
privilegio y la alegría de ver la derrota de la dictadura y el triunfo de la
insurrección popular, hasta ser partícipe de una revolución en mi país, por la
que miles de nicaragüenses ofrecieron generosamente su vida en los últimos
cincuenta años y en la que apostamos todos nuestros sueños, nuestro trabajo y
nuestra juventud. Yo simplemente quería cantar, siempre quise hacerlo desde que
me arriesgué una mañana a bajar del clavo de la pared del cuarto de mi padre,
su guitarra. Desde entonces es más lo vivido que lo perdido. Hasta que en la
madrugada del 26 de Febrero de 1990, después de once años de boqueo, extorsión,
chantaje y traiciones, con una guerra fratricida, impuesta y financiada por el
gobierno de EEUU, la CIA y los sectores más reaccionarios de la sociedad
norteamericana, amaneció Nicaragua como de luto porque el FSLN perdió las
elecciones. El pueblo decidió nuevamente por la paz a un costo muy grande: el
hambre, la desocupación, el tráfico de drogas, la prostitución, la corrupción,
el oportunismo y la pérdida de los valores y los principios fundamentales por
los que muchos ofrendaron sus vidas. Yo solo arriesgué mi guitarra y mi
garganta y le entregué todo mi tiempo a la lucha y a la patria, sacrificando mi
familia.
Cuando llegamos a Somoto aquel 12 de Noviembre de 1960, la
gente del pueblo nos preguntaba cómo eran los revolucionarios. Nosotros les
contestamos: “jóvenes, barbudos, sucios y rotos”. Y el carpintero del pueblo,
dijo: ¡Para ser revolucionarios también
hay que tener los huevos grandes…! La revolución cubana tenía un año de
nacida y todavía en Miami no se hablaba de intentar asesinar a Fidel, o de
encargar uno de los pelos de su barba; ni Luis Aguilé había escrito la canción:
Cuando salí de Cuba dejé enterrado mi
corazón… que tanto les sirvió a los exilados, dueños de ingenios, empresas
de tabaco, hoteles y casinos, como paleativo para su nostalgia, por sus años de
“sacrificio”, vividos en “democracia y libertad”, en la Cuba de Batista.
En 1960, las canciones de los Teen Top de México, nos hacían
cantar el rock´n roll gringo de moda,
en español. Recuerdo que ese año gané con unos amigos en La Salle un concurso
de música, con el rock and roll, La Plaga
(en la versión de Enrique Guzmán). Yo toqué el piano y canté, acompañado de dos
compañeros que tocaron las maracas y los bongoes en una versión tropicalizada.
Mientras las canciones de Joan Baez y Bob Dylan, se incubaban a la izquierda
del corazón y de la conciencia de la juventud. Y por supuesto, nosotros no
éramos la excepción.
Atrás habían quedado los cinco años de sobrevivencia en la
Catedral de Managua, y ya nadie podía detenerme en la búsqueda de la verdad.
Cuando terminé mi primer año de secundaria en La Salle, le pedí a mis padres
que me pusieran interno en el Calasanz de León, donde estaba mi hermano Carlos.
Nos matricularon a Armando y a mi. Chico Luis entró a estudiar Odontología a la
Universidad y ese mismo año se escapó con su novia y otra pareja y se casaron
el León, con una pistola apuntándole a la cabeza. De ese relincho nació mi
sobrino, el Salsero, Luis Enrique. En las calles de León se respiraba a medio
metro de distancia, un olor a conspiración y a guerrilla. Al año siguiente,
Carlos Fonseca fundó en la montaña el Frente Sandinista de Liberación Nacional.
Ese año compuse mi primera canción con la complicidad de mi corazón, que por
primera vez se enamoraba. De la canción no me acuerdo ni una palabra. De la
muchacha me acuerdo solo del olor de sus manos. En 1961, organizamos un grupo
musical con mi primo Gustavo Paguaga y otros compañeros al que después se
incorporó Leopoldo Rivas Alfaro que además decidió hacerse guerrillero
sandinista. Los Mejía Godoy éramos los músicos del internado del Calasanz. Mi
hermano Carlos había formado “La Rondalla Calasancia” en los años anteriores. A mí la sangre dulce me
bombeaba en el cerebro. Por amor al arte éramos capaces de ensayar todo el año
solo para tocar en dos o tres actos anuales del Colegio igual que hacen los
músicos de las fiestas tradicionales de Diriamba, para la danza mestiza del
Güegüense, con un pito y un tambor. Cuarenta años después de nuestra fuga de la
Catedral, la música me sigue dando vueltas en la cabeza junto con los
recuerdos, y pienso que valió la pena correr todos los riesgos necesarios para
llegar a conseguir uno de mis sueños: ser trovador.
A veces yo me
pregunto, cuánto se de mí mismo
Y cuál de todos mis
sueños lo defiendo desde niño.
A veces me siento solo
como página no escrita
Y a veces soy tan
feliz que hasta lloro
Por tanta vida
vivida…!