martes, 28 de junio de 2016

La Fuga de Catedral
(Tomado del libro RELINCHO EN LA SANGRE escrito por Luis Enrique Mejía Godoy)


“…Sentir que es un soplo la vida que veinte años son nada…” (Carlos Gardel)

Mi residencia en la Casa Cural de la Catedral de Managua duró hasta fines de 1959, pues me escapé con mi hermana Armando,  cuando el Cura se dio cuenta que tenía tres meses de no ir a clases a la Escuela Americana de Comercio de Paco Martínez, donde él me matriculó, después de haberme graduado de mecanógrafo a los once años de edad, donde doña Julieta Matamoros de Morán. Monseñor quería a la fuerza, que yo estudiara la carrera de Comercio, pero yo insistía a los trece años de edad, en continuar mis estudios de secundaria, para después estudiar Medicina en la Universidad de León. Yo sabía de todas maneras, que la música me andaba endulzando la sangre desde que era un niño. Y de mis intenciones de ser médico, solo quedarían las experiencias de las clases de Biología en la Universidad de Costa Rica, abriendo sapos con un bisturí, o las curaciones y suturas, a borracho apuñalados en bochinches de cantinas, en el hospital de Somoto, como ayudante ocasional del Dr. Marcio Brenes, y las inyecciones que de vez en cuando pongo a familiares y amigos. Alguien me dijo una vez, cuando en Costa Rica pasaba por algunos problemas económicos: Por qué no ponés un rótulo en la puerta de tu casa, como suele hacerse en Managua: “Se hacen canciones sin anestesia y se ponen inyecciones con música…”
La fuga de la Catedral de Managua, en realidad nunca la planeamos, pero las circunstancias nos obligaron a tomar esta importante decisión con mi hermano Armando. En esos días, Monseñor ya sospechaba que nos habíamos robado un candelabro de plata del altar de la Santa faz, aunque no estaba seguro ni lo podía probar. Pero el día que nos escapamos y nos fuimos a Somoto, ya no le quedó ninguna duda. Nos habíamos mandado a hacer unas esclavas de plata donde Luis Méndez, que además de ser el intérprete del bolero Miryam, del famoso compositor nacional Víctor M. Leiva, tenía una joyería en el costado sur del Mercado Central, muy cerca del lugar donde una noche del 7 de Julio de 1958, en Justo Santos andaba buscando algo para comer, un celador mató al compositor de La Mora Limpia de pura choña. Las esclavas de plata, las terminamos empeñando en el Monte de Piedad, para el viaje a Somoto. Esa noche dormimos en la casa de un amigo de mi tío, por donde el cura ya había pasado preguntando por nosotros, arrecho y preocupado. Al día siguiente, muy de mañanita salimos a Somoto, donde mi papá y mi mamá nos esperaban. No nos castigaron, pero tampoco  nos celebraron esa decisión, tomada a los trece años de edad. Mi papá, sin embargo, con una sonrisita cómplice, nos hizo un guiño de ojo y se puso a silbar la melodía Los Patinadores, lo cual era señal inequívoca de estar de buen humor. El resto de ese año lo pasamos en El Espino, en la guardarraya de la frontera con Honduras, donde mi papá trabajaba como segundo al mando en las Oficinas de la Administración de Aduana que jefeaba el Coronel Francisco LLánes. Entonces, para aprovechar el tiempo, me pusieron a trabajar como mecanógrafo y ayudante (“Cachimber boy”) en las oficinas de la Aduana. Allí cumplí mis catorce años, mientras Armando, un año menor que yo, hacía un curso intensivo persiguiendo garrobos y conejos en los breñales de El Espino, seguido de un chavalero, se bañaba en las pozas, donde descubrió su amor por los petroglifos y el origen de los nombres de los ríos, los árboles y los pájaros; en aquellos años en que se agarraban los guapotes y las mojarras con la mano, antes de que apareciera la fatídica moda de pescar con clorato de potasio, provocando una gran mortandad de peces recién nacidos, lo mismo que sus nidos de huevos en Inalí, Tapacalí, Río Grande y en las pozas de Icalupe y Cacaulí. Ese año también aprendí a tocar los bongoes y la guitarra, escuchando los discos de Pérez Prado, y en las sesiones de tragos de mi papá y mi tío José María González “Chemalín”.
En la Aduana de El Espino, supe lo que eran los favores especiales, mejor conocidos como “mordidas”, cuando los viajantes pedían a los empleados, a cambio de unos dólares, córdobas o lempiras, o simplemente un paquete de cigarrillos extranjeros, adulterar el documento o hacerse de la vista gordal comprobar que no correspondía el número del chasis del vehículo con el dato de los papeles; y entonces entendí, por qué los aduaneros no reclamaban horas extras… Después trabajé como oficinista y ayudante para hacer pólizas  en la Agencia Aduanera de Camilo López Núñez, que administraba mi tío “Chemalín”. Y aprendí en ese oficio, que no pagaba el mismo impuesto una llanta que un tanque de gas butano, una guitarra salvadoreña, que una colcha guatemalteca, pero de todas maneras, esos impuestos no los pagaban los familiares de los guardias ni los ministros del gobierno, y los impuestos iban a parar al mismo lugar: la bolsa de los Somoza y sus socios.
Mi tío Chema me enseñó los primeros acordes de guitarra y los primeros recursos de armonía sencilla para bolerear, quizás por él fue que preferí la guitarra a los bongoes. Me encantaba ver su forma de poner el dedo pulgar encima del diapasón de la guitarra para tocar los bajos, como muchos años después vi hacer eso mismo, al guitarrista de la orquesta Jazz Max Blanco, a Mundo Guerrero en León; y en Costa Rica, al excelente guitarrista Solón Sirias (“...y sus Tinaja Brass”). Me impresionaba la sensibilidad de mi tío “Chemalín” para cantar las rancheras sin hacer alarde de falsetes de mariachi trasnochado. Simplemente cantaba con el alma, y con un disfrute que pocas veces he visto. Él me enseñó también a escuchar y apreciar los arreglos de las grandes orquestas que oíamos en los programas de las emisoras hondureñas, mismas que se oían con más claridad que las nicaragüenses en mi pequeña radio portátil Zenith, sorteando ráfagas de estática. Oí ese aguacero de violines… - me decía sonriéndose - . Escuchá esos tres saxofones en esa disonancia, y poné atención, -volvía a decirme, sobándose la cabeza del gusto-, como se quejan en ese glisado… Ya vas a ver que barbaridad, cuando aparecen los trombones y como le contestan las trompetas con sordina, no jodás! Y ahora viene la batería… Realmente era como escuchar por la radio Centauro a don Salvador Cardenal Argüello en sus Pequeñas Lecciones de música, de un aficionado para otro aficionado…
Después de estar en El Espino desde mediados de 1959 hasta Febrero de 1960, libre de la prisión de la Catedral y de la dictadura de Monseñor Mejía, me matricularon interno en el Colegio La Salle de Diriamba, otra prisión donde me rocé con lo más espeso de la clase media y alta de los pueblos alejados del Pacífico, que mandaban a sus hijos a estudiar a los internados de los colegios católicos, como que era a los Estados Unidos, y llegaban los fines de semana a visitarlos en sus carros de lujo último modelo. Mis padres con un gran sacrificio llegaban una vez al año, en taxi. Me pagaron la matrícula con dinero prestado, y con la ayuda de mi tía Evelina de Somoto. El Cura Mejía no quería verme ni pintado. Y cada mes yo recibía un semanario de cinco pesos que tenía que estirar para mis gaseosas y mi repostería durante los recreos, dinero que por supuesto no me ajustaba para los primeros cigarrillos que ya fumaba y las cervezas y los tragos de Santa Cecilia que empezaba a tomar a mis quince años, en las cantinas de Jinotepe y Diriamba. Mis padres hacía milagros con el salario de oficinista que mi papá tenía en la Aduana, y con el ingreso por la venta de los nacatamales (los más ricos del mundo), que hacía todos los sábados mi mamá.
El 10 de noviembre de 1960, un nuevo levantamiento armado contra la dinastía de los Somoza, se tomaba las ciudades de Jinotepe y Diriamba, en un bochinche de “¡Viva la revolución!”, carreras desordenadas, alboroto de campanas, pitos de carros y una lluvia de balazos a diestra y siniestra de rifles 22, pistolitas caseras y una que otra ametralladora. Los aviones de la FAN volaron rozando los techos de las casas, produciendo un reguero de plumas y un escándalo de golondrinas, palomas de castilla y zanates de los aleros de las casonas, los campanarios de las iglesias y los cipreses el pueblo. Los Somoza enviaron inmediatamente a la Guardia Nacional a aplastar aquel nuevo intento de insurrección. Lo yipones repletos de guardias armados hasta los dientes, y las modernas tanquetas, salieron de Managua en una ruidosa caravana militar, desbaratando la tranquilidad de las Quintas y destruyendo el pavimento de la carretera sur, y llegaron hasta las dos pequeñas poblaciones al caer la noche, cuando la neblina del 11 de noviembre empezaba a llenar los guindos de Casa Colorada. Entonces los rebeldes, al amparo de la noche y la neblina, huyeron de la ciudad, en retirada táctica por los cafetales que estaban prácticamente en la frontera con los jardines y los campos deportivos del colegio La Salle. Los revolucionarios llegaron al colegio como a las siete, cuando nos disponíamos a irnos al dormitorio, después de cenar y de gozar del último recreo del día. Traían amarrado como rehén, al Mayor Dorn, Comandante del cuartel de Diriamba. Por primera vez yo miraba un guardia de prisionero y de cerca un fusil Garand en manos de alguien que no fuera un guardia, y esto me hizo fantasear por algunos segundos, hasta que una balacera quebró lo vidrios de las ventanas de nuestro dormitorio, y vi caer vidrios hechos añicos, por las ráfagas de ametralladoras disparadas desde afuera del colegio. En diciembre se cumpliría el primer aniversario de la revolución cubana. Entonces vi los rostros del Che Guevara, Fidel y Camilo, en los rostros de los estudiantes del cuarto y quinto año que ayudaron a los rebeldes,  les dieron agua, les obsequiaron cigarrillos y curaron sus heridas. Vi al Negro Chamorro ( el mismo que un día, desde una habitación del Hotel Intercontinental, audazmente disparó un rocketazo al bunker de Somoza), con un pañuelo ensangrentado alrededor del cuello, y a Herty Lewites, sofocado, subiendo y bajando las gradas del dormitorio del internado, sin imaginarme que un día de 1978, Herty llegaría hasta mi casa en Costa Rica, para invitarme a militar en la tendencia Tercerista del FSLN y hacerme entrega del Plan de Gobierno Revolucionario del FSLN. En esa noche de la toma del colegio por los alzados antisomocistas, los Hermanos Cristianos tenían mucho miedo, los mismo religiosos que nos ponían castigos físicos por pequeñas faltas, arrodillados y con los brazos en cruz, ahora sudaban, pues eran amigos de los Somoza, y en el colegio estudiaban muchos hijos de militares. A pesar de esto, la Guardia rodeó el edificio de La Salle y disparó al segundo piso, donde estábamos los internos en los dormitorios, aunque las balas no provocaron más que algunos vidrios rotos y paredes descascaradas; y finalmente, una vez más, con la mediación de la iglesia y el Cuerpo Diplomático, conservando como garantía a los hijos de los militares, los revoltosos se entregaron envueltos en la bandera de Nicaragua, para asilarse en alguna de las pocas embajadas latinoamericanas con gobiernos democráticos.
Algunos tuvieron la suerte de conseguir asilo político en países como Brasil, donde no solo mejoraron su técnica como miembros del equipo de fútbol Diriangén de Diriamba, sino que aprendieron bailar Samba y a beber Caipiriña. La Guardia se marchó victoriosa con sus tanques y yipones, no sin antes prometerle a los Hermanos Cristianos repararle los vidrios y las paredes descascaradas, patrolearle los campos deportivos, pintarle la capilla y construirle un nuevo pabellón para los internos por cortesía  de la familia Somoza.
Por fin, después de un día de cautiverio, salimos todos los alumnos, y por último los hijos de los militares. Ese mismo 11 de noviembre se celebran las fiestas de Somoto en conmemoración de la fundación del Departamento de Madriz. Así que nos fuimos los somoteños que estábamos internos en La Salle, a unas vacaciones que los Curas se vieron obligados a darnos, y que olían al fin de un invierno copioso y a pólvora mojada. Con los compañeros internos del colegio, originarios de Estelí, Pueblo Nuevo y de Ocotal, tomamos el mismo bus, cuyo último destino era Somoto.
En esos días acostumbrábamos a escuchar a escondidas, en algún rincón de la casona de Somoto, Radio Habana Cuba, desde el llamado “Primer territorio libre de América”, después del triunfo de Fidel Castro y del Movimiento 26 de Julio contra la dictadura de Fulgencio Batista. La marcha Sierra Maestra que cantaba el “Inquieto Anacobero” Daniel Santos, sonaba en la única emisora del pueblo que cubría un radio máximo de cuatro cuadras: Radio Norte, Popular y Complaciente, anunciaba el locutor de turno, hijo del dueño de la Radio, Cónsul de Honduras en Somoto, opositor al régimen de somocista y simpatizante de la revolución cubana, que encendía el trasmisor todos los días a las ocho de la mañana, si no amanecía de goma, y lo apagaba cuando se iba a jugar desmoche al garito.
Al llegar al pueblo, la gente nos recibió como si nosotros  hubiéramos sido los protagonistas del levantamiento armado, ocasión que aprovechamos para narrar nuestra propia versión de la historia, con su respectiva dosis de ficción. La figura del Che y la música de Los Beatles era materia prima para el inevitable desarrollo de la rebeldía de los jóvenes del mundo y especialmente de nuestro continente. En Nicaragua en particular, sobre todo después del 23 de Julio de 1959, fecha en que fueron asesinados por la Guardia, cuatro estudiantes universitarios en las calles de León. Pero también Julio es símbolo de alegría en nuestro país. Y el 19 de Julio de 1979, Nicaragua se liberó del yugo somocista y  los nombres de los héroes vibraron en las consignas de la revolución más joven de América Latina, veinte años después que me fugué de la Catedral.
Yo ni siquiera soñaba con el oficio de cantar, mucho menos me imaginaba, que algún día iba a subirme a una tarima para tocar la guitarra en actos políticos del Partido Comunista de Costa Rica y del Frente Sandinista, o en los grandes conciertos de Solidaridad, muchísimo menos, que iba a tener el privilegio y la alegría de ver la derrota de la dictadura y el triunfo de la insurrección popular, hasta ser partícipe de una revolución en mi país, por la que miles de nicaragüenses ofrecieron generosamente su vida en los últimos cincuenta años y en la que apostamos todos nuestros sueños, nuestro trabajo y nuestra juventud. Yo simplemente quería cantar, siempre quise hacerlo desde que me arriesgué una mañana a bajar del clavo de la pared del cuarto de mi padre, su guitarra. Desde entonces es más lo vivido que lo perdido. Hasta que en la madrugada del 26 de Febrero de 1990, después de once años de boqueo, extorsión, chantaje y traiciones, con una guerra fratricida, impuesta y financiada por el gobierno de EEUU, la CIA y los sectores más reaccionarios de la sociedad norteamericana, amaneció Nicaragua como de luto porque el FSLN perdió las elecciones. El pueblo decidió nuevamente por la paz a un costo muy grande: el hambre, la desocupación, el tráfico de drogas, la prostitución, la corrupción, el oportunismo y la pérdida de los valores y los principios fundamentales por los que muchos ofrendaron sus vidas. Yo solo arriesgué mi guitarra y mi garganta y le entregué todo mi tiempo a la lucha y a la patria, sacrificando mi familia.
Cuando llegamos a Somoto aquel 12 de Noviembre de 1960, la gente del pueblo nos preguntaba cómo eran los revolucionarios. Nosotros les contestamos: “jóvenes, barbudos, sucios y rotos”. Y el carpintero del pueblo, dijo: ¡Para ser revolucionarios también hay que tener los huevos grandes…! La revolución cubana tenía un año de nacida y todavía en Miami no se hablaba de intentar asesinar a Fidel, o de encargar uno de los pelos de su barba; ni Luis Aguilé había escrito la canción: Cuando salí de Cuba dejé enterrado mi corazón… que tanto les sirvió a los exilados, dueños de ingenios, empresas de tabaco, hoteles y casinos, como paleativo para su nostalgia, por sus años de “sacrificio”, vividos en “democracia y libertad”, en la Cuba de Batista.
En 1960, las canciones de los Teen Top de México, nos hacían cantar el rock´n roll gringo de moda, en español. Recuerdo que ese año gané con unos amigos en La Salle un concurso de música, con el rock and roll, La Plaga (en la versión de Enrique Guzmán). Yo toqué el piano y canté, acompañado de dos compañeros que tocaron las maracas y los bongoes en una versión tropicalizada. Mientras las canciones de Joan Baez y Bob Dylan, se incubaban a la izquierda del corazón y de la conciencia de la juventud. Y por supuesto, nosotros no éramos la excepción.
Atrás habían quedado los cinco años de sobrevivencia en la Catedral de Managua, y ya nadie podía detenerme en la búsqueda de la verdad. Cuando terminé mi primer año de secundaria en La Salle, le pedí a mis padres que me pusieran interno en el Calasanz de León, donde estaba mi hermano Carlos. Nos matricularon a Armando y a mi. Chico Luis entró a estudiar Odontología a la Universidad y ese mismo año se escapó con su novia y otra pareja y se casaron el León, con una pistola apuntándole a la cabeza. De ese relincho nació mi sobrino, el Salsero, Luis Enrique. En las calles de León se respiraba a medio metro de distancia, un olor a conspiración y a guerrilla. Al año siguiente, Carlos Fonseca fundó en la montaña el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Ese año compuse mi primera canción con la complicidad de mi corazón, que por primera vez se enamoraba. De la canción no me acuerdo ni una palabra. De la muchacha me acuerdo solo del olor de sus manos. En 1961, organizamos un grupo musical con mi primo Gustavo Paguaga y otros compañeros al que después se incorporó Leopoldo Rivas Alfaro que además decidió hacerse guerrillero sandinista. Los Mejía Godoy éramos los músicos del internado del Calasanz. Mi hermano Carlos había formado “La Rondalla Calasancia” en  los años anteriores. A mí la sangre dulce me bombeaba en el cerebro. Por amor al arte éramos capaces de ensayar todo el año solo para tocar en dos o tres actos anuales del Colegio igual que hacen los músicos de las fiestas tradicionales de Diriamba, para la danza mestiza del Güegüense, con un pito y un tambor. Cuarenta años después de nuestra fuga de la Catedral, la música me sigue dando vueltas en la cabeza junto con los recuerdos, y pienso que valió la pena correr todos los riesgos necesarios para llegar a conseguir uno de mis sueños: ser trovador.
A veces yo me pregunto, cuánto se de mí mismo
Y cuál de todos mis sueños lo defiendo desde niño.

A veces me siento solo como página no escrita
Y a veces soy tan feliz que hasta lloro
Por tanta vida vivida…!